domingo, 2 de diciembre de 2012

IntraMed - Noticias médicas - Un ser amado en peligro

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01 DIC 12 | Mundos íntimos
Un ser amado en peligro
Testimonio en primera persona de una sobrina que se encontró con una tía en la lista de emergencia nacional del Incucai.
Clarin.com
 
Por JULIETA ROFFO

¿Cuánto puede durar una semana? Una eternidad si no se sabe cuándo termina. Nos metieron en un hall y un canon de voces médicas dijo “fulminante”, dijo “coma farmacológico”, dijo “trasplante”, dijo “emergencia nacional”. Hablaban de mi tía, gran protagonista de la catástrofe, ya en ese momento padeciéndola desde la dimensión desconocida. Su cardióloga se dio cuenta de que me estaba bajando la presión y me sentó en un pasillo. Terminé de confirmar la gravedad de los días que vendrían cuando Luis Ignacio, mi amigo, mi hermano, llegó a abrazarme a ese pasillo del Hospital Alemán con la cara que pone cuando nos toca tener miedo. Eso fue el martes 1° de julio de 2008.
Hasta cuando recién empezaba el miércoles 9 no tuvimos, ni los médicos ni ese colectivo afectivo y pragmático que formamos espontáneamente la familia y los amigos, ninguna certeza. Su miocarditis fulminante era un virus, así que no había medicación que contuviera el devenir de la enfermedad aunque sí trataban de blindar sus efectos. El corazón estaba agotado: había que reemplazarlo por bombas extracorpóreas que latieran por él, que toda la feligresía vio menos yo, porque me escondía cuando pasaban a mi tía de la Unidad Coronaria al quirófano; si se moría, no iba a ser esa mi última foto de ella. El reemplazo definitivo –las bombas eran un muleto– llegaría de la mano de un órgano que esperamos y por el que tuvimos la suerte casi inédita de no llegar a desesperar. Había que conseguir primero 5, después 10, finalmente 48 dadores de sangre. Había que poblar el pasillo, con cuerpo pero sobre todo con mente y un teléfono celular dispuesto a empezar la cadena informativa, a la hora en la que los médicos dieran el parte.
En ese pasillo que nos apropiamos sin desearlo estábamos la noche en que los noticieros recordaban la histórica nevada porteña, justo un año antes. Ajenos a las efemérides, familia y amigos esperábamos la noticia de último momento: las bombas habían implicado hemorragias ya incontenibles, había que sacarlas y mirar el corazón funcionar (o no) con el pecho abierto. Entregarse a que hubiera recuperado cierta autonomía, porque desconectar las máquinas era un proceso casi irreversible. Así que esperábamos que nuestros enviados especiales al quirófano dijeran “vida”, que era la única manera de que no nos dijeran “muerte”. Y después de horas casi tan interminables como la semana entera, una cena desganada y la promesa que le hice a un gato negro que se me cruzó de que si la tía se salvaba entonces empezaría a mirarlo a él y a todos los de su estirpe a los ojos, el corazón aguantó. “Le estamos atando las costillas con alambre y ya la bajamos”, nos dijo Pablo Comignani, uno de los jefes de la Unidad Coronaria. Hablaba en serio, pero fue además la metáfora más feliz de mi vida.
La pregunta con la que más les había insistido a los médicos era sobre posibles daños cerebrales. La respuesta –“Hay que esperar a ver cómo se despierta”, me decía Claudio Higa, también director de la Unidad Coronaria, cuando no sabíamos con el corazón de quién se despertaría, si lo hacía– se sumaba a la lista de incertidumbres de esa eterna semana.
Volvió de la dimensión desconocida el sábado 12, antes de lo planeado. Una de las señales que yo esperaba para despejar mis miedos sobre posibles secuelas neurológicas llegó algunos días después: articuló el idioma -su mejor arma- a través de un abecedario que su amigo Daniel le inventó para la ocasión. Mi temor feroz, el que se escondía detrás de mi obsesión por esas secuelas, era que perdiéramos esa mesa de desayuno virtual que montamos por teléfono, por SMS, por mail o en la redacción, para comentar los diarios de la mañana, el estado del mundo, nuestros estados de ánimo respecto del estado del mundo. Así que cuando le conté que durante su coma farmacológico las FARC habían liberado a Ingrid Betancourt y ella, que me compró mi primer grabador, reaccionó a la noticia, volvimos a funcionar de acuerdo a una dinámica tan propia como única y sobrevino el alivio.
Las situaciones límite descubren algo propio que uno desconocía. Lo ponen a hacer, a pensar y a sentir cosas que ningún otro escenario habría mostrado. Yo tomé (un poco de) conciencia al respecto cuando agendé a “Walter Incucai” en el celular. Ningún ser que no tenga un familiar o un amigo que se llame Walter y trabaje en la institución encargada de los trasplantes a nivel nacional lo hace. Salvo que. Salvo que una situación límite. Walter conversó conmigo una hora por teléfono. Me contuvo. Me explicó cómo funciona la actualización de la lista de espera, me dio usuario y contraseña de un sitio al que no quería acceder pero al que le acepté términos y condiciones con menos miramientos que a ningún otro. Me dijo que paciencia, que fe, que esperanza, y me prohibió entrar cada 10 minutos a ver si había novedades. Contra toda mi ansiedad, le hice caso: mientras duró la espera, accedí a la mañana, al mediodía y a la noche a la web.
La idea de comprar un órgano en el mercado negro, que hasta el 30 de junio me habría parecido un poco guión de telenovela y otro poco delictiva, me pareció viable, un último recurso que no había que desdeñar. Sumé mentalmente los ahorros de la familia y me pregunté si alcanzaría para un corazón que funcionara. Incluso le pregunté a mi papá si estaba dispuesto. Pensé, entre todos mis conocidos, quién podía establecer un contacto, entablar una negociación, y lo hice con la misma naturalidad con la que se piensa quién puede recomendar una buena pizzería.
Nunca fui tan miserable -ni tan consciente de esa miserabilidad- como la mañana que lloré porque el corazón que había aparecido era demasiado chico. Se había muerto una nena de 8 años, y mi problema era el tamaño de su corazón. Se lo conté con impunidad a Belén, una compañera de trabajo que me conocía hacía muy poco y que se encontró con mi angustia a la hora de fichar. En el momento en que digirió que yo le dijera “Necesitamos que se muera un adulto” y me tranquilizó, supe que ese call center nos quedaba chico. “Hay que esperar el fin de semana porque aumentan los accidentes de tránsito, y eso incrementa los órganos donados”, nos aconsejaron. Le grité a mi mamá que estábamos esperando un accidente, y supimos que sí. Y fue tan asqueroso como verdadero. Porque el avance de la ciencia es tan innegable como alentador: un trasplante convierte a una muerte en una pulsión de vida. Pero detrás de la solución y el alivio que trae, y como la mayoría de los órganos provienen de muertes traumáticas y no de las dictadas por el paso de los años, hay una familia convertida en tragedia. Para eso aún no hay alternativas de laboratorio.
Las situaciones límite deben llamarse así porque corren los propios. Algunos vuelven más o menos a su lugar una vez pasada la crisis. Enseguida dejé de fantasear con ir a buscar un órgano en una heladerita envuelta en una bolsa de papel madera. Pero algunos, como saberse capaz de actitudes y pensamientos imprevistos, quedan desplazados. Se mira, creo, con ojos más desprejuiciados porque se comprende para siempre que hasta que a uno no le toca atravesar un escenario, no puede ponerse en el lugar de ese otro, pero que hacer el intento es un esfuerzo insoslayable.

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